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D.H. Lawrence |
Contra todo lo que pueda afirmarse, quiero declarar que ésta
es una novela honesta, saludable e incluso necesaria para los hombres actuales.
Hay palabras, sin duda, que van a parecer escandalosas; pero una vez
transcurrido un momento, ya habrán dejado de escandalizar. ¿Acaso porque
nuestra inteligencia está maleada por la costumbre? En modo alguno:
sencillamente, lo que sucede es que las palabras escandalizan nuestra vista, al
leerlas, pero no han escandalizado nunca nuestro espíritu. Que las personas que
carecen de éste continúen escandalizándose, no cuentan. Por el contrario, las
personas de espíritu han comprendido que no se escandalizan; que en realidad no
lo han estado nunca… y experimentan así un gran alivio.
Esta es la clase de todo. En cuanto seres humanos que somos,
hemos evolucionado, cultivando nuestro espíritu hasta superar los tabúes
implícitos en la cultura que heredamos.
Importa mucho reconocerlo así.
Para los hombres que vivieron, por ejemplo, en tiempos de
las cruzadas, las palabras poseían una fuerza evocadora que no podemos siquiera
sospechar. En consecuencia, la fuerza evocadora de las palabras tenidas por obscenas
debió ser peligrosísima para los temperamentos simples, broncos y violentos de
la Edad Media. E incluso hoy en día quizá sea todavía demasiado fuerte para las
naturalezas bajas, inmaduras o poco evolucionadas. Empero, una auténtica
cultura nos permite a los demás no atribuir a un vocablo determinado más que
las respuestas intelectuales e imaginativas que corresponden a la inteligencia,
con lo que nos ahorra, aquellas reacciones de tipo estrictamente físico,
irrazonadas y brutales, que suelen resultar tan inquietantes para la decencia
social. En otras épocas el hombre disponía de un espíritu excesivamente flojo,
de modo que consideraba su cuerpo y las funciones del mismo sintiendo el
estorbo de muchas reacciones físicas irreductibles para él. Ahora no es así. La
cultura y la civilización nos han adiestrado para que aislemos la palabra del
hecho, la idea de la acción o de las reacciones físicas. Sabemos que el acto no
subsigue necesariamente a la idea. En realidad, el pensamiento y la acción,
como la palabra y la acción misma, son formas separadas de la consciencia: como
dos existencias que seguimos paralelamente. Necesitamos continuidad. Pero
cuando estamos actuando no pensamos, y a la inversa. Nuestra necesidad consiste
en actuar según nuestros actos. Pero mientras pensamos que no podemos actuar
verdaderamente; y tampoco cuando estamos actuando podemos verdaderamente
pensar. El pensamiento y la acción se excluyen mutuamente; aunque es preciso
lograr su armoniosa coexistencia.
Aquí tenemos el auténtico significado de esta novela. Yo
deseo que los hombres y las mujeres que me lean puedan “pensar” las cuestiones
sexuales plena, honesta y propiamente. Y aunque no puedan “actuar” sexualmente
a su plena satisfacción, sepan al menos pensar sexualmente con plenitud y
claridad. Todas esas historias de jovencitas virginalmente blancas, como
páginas donde nadie escribió, son simplezas. Una joven o un joven son como una
martirizada trama, una crepitante confusión de sentimientos y de pensamientos
sexuales que sólo el tiempo llegará a desenmarañar. Muchos años empleados en
pensar honestamente en las cuestiones sexuales, así como dedicados a hacerlas
trabajosamente, no cumplida, a la plenitud sólo posible cuando la acción y los
pensamientos sexuales se hallan en armonía, esto es, cuando no se obstaculizan
recíprocamente.
Estoy muy lejos de defender que todas las mujeres hayan de correr
detrás de sus guardabosques para convertirlos en sus amantes. No menos lejos
estoy de defender que deban correr detrás de cualquiera. Son muchos los hombres
y mujeres de hoy que tengan todas las de ganar en la abstención, es decir, en
permanecer sexualmente solos: es decir, puros; y al propio tiempo en conocer y
comprender más profundamente la sexualidad. Nuestro tiempo se inclina más a la
comprensión que a la acción. ¡Hubo tanta acción en el pasado! Sobre todo, ¡hubo
tanta acción sexual, tan abusiva repetición de las mismas cosas, sin el
pensamiento correspondiente, o sea, sin comprensión! Nuestra actual misión
importa más aún que la acción misma. Ahora semejante comprensión importa más
aún que la acción misma. Después de muchos siglos de oscuridad, el espíritu
quiere saber, y saber enteramente. El cuerpo había quedado demasiado en último
plano.
Hoy día, cuando se actúa sexualmente la mitad del tiempo se
está desempeñando un “rol”. Los hombres se conducen según lo que estiman que se
espera de ellos. En cambio, en realidad, el que trabaja es el espíritu,
mientras que el cuerpo requiere ser provocado. La razón estriba en que nuestros
antepasados actuaron sexualmente con tal asiduidad, sin pensar nunca nada sobre
ello ni por supuesto comprenderlo, que actualmente el acto tiende a convertirse
en un mecanismo fastidioso y falaz: sólo una renovada comprensión, por obra de
la mente, puede repristinar la ejecución material.
En materia sexual, el espíritu está retrasado. Lo está, a
fin de cuentas, en todo lo que atañe a los actos físicos. Nuestros pensamientos
sexuales se mueven en unas tinieblas, un temor inconfesado, que debemos también
a nuestros antepasados, que todavía eran parcialmente bestias. Tan sólo en este
ámbito no ha evolucionado nuestro espíritu. Pero es preciso que ahora
recobremos el tiempo perdido, armonizado la consciencia de nuestras sensaciones
corporales con las sensaciones mismas, la consciencia del acto con el acto
mismo, logrando el acuerdo satisfactorio entre ambos. Ello no ha de implicar una
falta de respeto a la sexualidad ni de un conveniente temor hacia la extraña
experiencia del cuerpo. Tampoco supone coartar el uso de palabras que se
consideran obscenas, porque éstas forman parte naturalmente de la conciencia
que el espíritu posee del cuerpo. La obscenidad no se realiza más que cuando el
espíritu teme o desprecia el cuerpo, o bien cuando éste odia el espíritu y se
subleva contra él.
El caso del coronel Barker nos da luz sobre la extensión del
mal. El llamado coronel Barker era, en realidad, una mujer que pasaba por
varón: contrajo matrimonio y vivió con una mujer auténtica en un “perfecto”
entendimiento conyugal. Aquella pobre mujer permaneció convencida de que estaba
casada normalmente con un varón. Cuando por fin supo la verdad, el refinamiento
de su cruel situación sobrepasa cualquier imaginación. ¡Era una monstruosidad!
No obstante, en nuestros días hay millares de mujeres dispuestas a dejarse
engañar de modo parecido a incluso a persistir en su error. ¿Por qué razón?
Porque no saben nada; porque son incapaces de pensar sexualmente. En este
sentido, son unas desdichadas imbéciles. Vale más poner este libro en manos de
todas las jovencitas.
También hay otros casos: el maestro de escuela respetable,
el venerable pastor que, tras muchísimos años de vida virtuosa, a los setenta y
cinco años se ve confinado, sentenciado por ultrajes a menores. Y esto sucede
precisamente cuando el ministro del Interior –también viejo- clama a grandes
voces e impone un púdico silencio sobre todas las cuestiones sexuales. ¿Cómo no
le hizo meditar un poco la aventura lamentable de aquel otro anciano señor,
hasta entonces tan respetable y tan puro?
Pero éstos son los hechos. El espíritu conserva, allá en el
fondo, su antiguo temor al cuerpo y al poder de éste. El terror que el cuerpo
inspira al espíritu hizo enloquecer a muchos hombres. La demencia de una
personalidad tan grande como Swift se explica en parte por esta razón. En el
poema, dedicado a su querida Celia, el estribillo consiste en estas palabras: -
¡Pero, Celia, Celia, Celia c...!. Así descubrimos la que puede sobrevivir a una
gran inteligencia cuando padece pánico. Aquel hombre, tan espiritual, no podía
comprender que se ponía en ridículo. ¡Naturalmente que Celia c…! ¿Quién no hace
otro tanto? Si acaso ella no lo hiciera, sería mucho peor. ¡Qué absurdo!
Imaginemos a la pobre Celia, humillada en sus funciones naturales por su
“amante”. ¡Monstruoso! Pues bien, de todo esto tienen la culpa esas palabras
“tabú” y la falta de conciencia en que abandonamos al espíritu en materia
física y concretamente sexual.
En contraste con el puritanismo que se impone -¡Chisssst!- y
que produce el imbécil sexual, hallamos en el ferrocarril a la joven emancipada
y sin prejuicios, que no escuchaba ningún –Chissst- y lo hace lo que le place.
En vez de temer al cuerpo y de negar su existencia, los jóvenes avanzados van
al extremo contrario y lo usan como una especie de juguete que sirve para
divertirse: un juguete en cierto modo desagradable, pero que permite un poco de
esparcimiento antes que lo perdamos. Esos jóvenes hacen mofa de la pretendida
importancia de la sexualidad, la toman por una especie de “cocktail” y la
emplean para ridiculizar a las personas mayores. Llenos de suficiencia,
displicentes, minusvaloran un libro como “El amante de Lady Chatterley”: esta
novela es demasiado sencilla y natural para ellos. Encuentran en ella unas
palabras sucias que no les interesan y una actitud respecto del amor que ya
consideran anticuada. ¿Para qué tantas historias? ¡Tomad el amor como un
“cocktail”! Dicen que este libro refleja la mentalidad de un muchacho de
catorce años. Pero tal vez dicha mentalidad, que conserva ante lo sexual un
poco de respeto y de temor, sea más sana que la del joven de “cocktail”, que
nada respeta y no tiene más que hacer (para ocupar de algún modo su espíritu)
que jugar con los juguetes de la vida, especialmente con el amor, rebajando más
y más su propio espíritu a medida que avanza en su juego…
En fin, el campo de acción de este libro es muy estrecho,
pues se encuentra limitado entre el puritano chapado a la antigua, siempre
temeroso de la inocencia sexual, la gente de la joven generación de moda, que
cree – Podemos hacerlo todo: si queremos pensar una cosa, podemos ejecutarla-,
y el bárbaro de alma ruin y espíritu impuro, que busca deliberadamente la
inmundicia… No obstante, debo decirles a todos:
Guardaos vuestras perversiones, si tanto os agradan: vuestras perversiones de puritanismo, o de desvergüenza a la moda, o de simple y burda grosería. Yo defiendo mi libro y mi posición: la vida no es aceptable sino con la condición de que el cuerpo y el espíritu vivan en buena armonía, existiendo entre ambos un equilibrio natural y experimentado una aceptación y un respeto mutuos.
Título original: Lady Chatterley's Lover
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